Hace pocos, en un país lejano, vivía una mujer. Ella tenía pelo blanco como la nieve y piel negro como el ébano. Su piel era arrugada y sus ojos no eran azules. Ella tampoco era ingenua ni inocente. Era discreta por saliendo de la casa, andando la tierra y hablando con la gente. No le gustaba quedando en la casa limpiando y cocinando.
En un día que se nublaba por el smog, ella caminaba por una parquita para respirar aire limpio. En su camino, escuchó un grito de auxilio. Caminaba en la dirección del voz, encontró un caballero en armadura brilla atado a un poste; su caballo blanco retozaba en el césped seco y marrón. Había mucha gente que pasaban por allá pero ella fue la única que lo vio. Todos se ocupaban en sus propios pensamientos o iPhones a fijarse en otros. Ella se paró, habló con él y supo que era un príncipe azul y su padre, el rey, quería ahorcarlo. Como no había más bosques de la deforestación que ocurría bajo de su mala administración del reino, el rey tenía que ahorcar su hijo en una parquita.
“Mi papa estaba enojado conmigo porque siempre salvaba a las princesas bellas y no hacía nada de nada.”
“¿Por qué no hagas otra cosa con tu tiempo para que tu padre no te mate?”
“Porque quiero ayudar a la gente, especialmente a las mujeres. Ellas no se pueden ayudar a ellas mismas.”
Escuchando esto, ella se enfadó con él también y no quería ayudarle. Pensó que con pocas parquitas y muchas personas, mejor que el tonto se muriera. Además, no quería que el tonto fuera un rey en el futuro. Pero cuando salía de él, los ojos patéticos le siguieron; y ella reconsideró: “si yo tuviera sangre en las manos, no querría que sea de un idiota.”
Pues ella salvó al príncipe azul, pero le hizo que él prometiera que no salvaría a más mujeres pero se salvaría a si mismo de sus prejuicios. Él estaba feliz porque estaba vivo y le prometió que lo probaría. Ella estaba feliz porque hizo lo que podría. Se abrazaron, se despidieron y nunca se vieron otra vez.
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